25.4.11

Un lugar tan especial.


Tic. El minutero acaba de moverse. Un minuto más para sus historias, y uno menos para la nuestra.¡Parece mentira! Hace diez minutos que he llegado aquí, al lugar de los reencuentros. Nueve que ha llegado un avión. Ocho que se ha abrazado una familia. Siete que se ha acariciado una pareja. Seis que se han envuelto dos amigas.
Todos ellos desfilando ante mis ojos. Y todos con sus historias, sus sentimientos, con sus “qué ganas de verte”, y sus “no te vuelvas a ir jamás".

Tic. El minutero se ha movido de nuevo. Ha pasado otro minuto. Esta vez desvío mi mirada hacia un reloj gigante que cuelga del techo. Son y diez, quedan cinco minutos.
Mientras, yo sigo entrometiéndome en las vidas de los que por allí circulan. Los que viven lo importante de la vida: un abrazo, un beso, una mirada...
Nunca pude imaginar lugar más especial que ese.

Entretanto otro avión… Y otro beso… Y otra lágrima de felicidad… Esta vez, la mía.



20.4.11

Privilegios. De ello nutriremos el resto de nuestra vida.

Soy una privilegiada que, poco a poco, mejoro el aprecio a los privilegios que subsisten y a aquellos que descubro con el tiempo. Disfruto más que nunca cuando tengo unos minutos con un amigo, una comida, una cerveza y una conversación. Me despierto y levanto la persiana. Qué bien, llueve. Qué bien, hace sol. Qué bien, me he despertado y he descubierto un hogar. Tengo sábanas de las que desenredarme y cama de la que salir para dirigirme a la ventana y sorprender un nuevo día. Estas cosas las pienso mientras mi mente también disfruta de otras. Qué aprenderé hoy, a quién me cruzaré hoy, qué me sorprenderá hoy.

Pero lo que más disfruto, lo que me agrada profundamente, es cuando, atardeciendo ya, salgo a la aira de nuestra casa de Galicia, en la que tengo el privilegio de pasar veranos, bueno, e inviernos, y me dispongo a realizar la privilegiada ceremonia de retirar la ropa limpia que durante el día se ha ido secando en el tendedero. Primero de todo miro a mí alrededor. Galicia, verde, exuberante, natural. Qué suerte, está nublado, mañana estará todo regado de un maravilloso olor a naturaleza húmeda. O qué suerte, el cielo está limpio, se ve la luna.

¿Y tú qué vas a saber de la Luna si solo te fijas en las estrellas?


De modo que, lentamente, disfrutandolo, quito las pinzas y las pongo en su bolsa, que cuelga de la rama de cualquier árbol cercano; agarro las piezas de tela y las abrazo, hundo el rostro en su tacto cariñoso y aspiro el perfume del jabón. Me quedo un rato así. De niña mi abuela me mostró lo que era abrazar una prenda a la que el sol y el aire habían hecho justicia; en aquellas lomas anchas, doradas por el sol, la sombra no era presencia permanente, y la ropa limpia siempre estaba ardiente. Este aroma, este tacto, del que conseguí gozar con el paso del tiempo, me recuerdan que pudo no haberse conseguido, que pudo, como a muchos, no haberme deleitado. O haber regresado tarde a él. Como ha ocurrido a tantos a lo largo del tiempo, como está ocurriendo, por desgracia, muchos se abandonan y, quizás, cuando vuelven, es tarde. O por lo menos, tiempo perdido.

Me quedo un rato abrazada a la ropa limpia, contemplando las estrellas o su ausencia, disfrutando de mi privilegio. De ese atardecer empapado de un fantástico olor a jabón.

Nos vamos haciendo viejos, mientras el mundo, que ya lo es, y mucho, torna cada vez más frágil, y lo único que puedo hacer es gozar de mis momentos - como la ropa tendida al sol, pero ya con muchas lavadas encima-, de la consciencia que afortunadamente aún me habita para ello. Recorro el camino del prado de vuelta a casa.

No tengo soluciones ni respuestas para lo que nos acongoja día a día, lo digo una y otra vez, pero como mi tendedero de la ropa, siempre hay un lugar en el que hundir el rostro y respirar la brisa. Una forma de detener el tiempo y de contemplar la noche, majestuosa, y de saber que, aun ignorando lo que nos deparará el día, y aun a sabiendas de lo que carga la espalda, huele bien.

Privilegios.